La Historia de Juan – Capítulo II

Un cúmulo de viejos recuerdos que creía ya olvidados irrumpieron perfectamente ordenados en su mente como si de un vídeo retrospectivo se tratara. Recordó con toda nitidez cuándo se presentó en las oficinas generales de la Seat en Madrid para solicitar un vehículo; cómo le hicieron presentar el carnet de identidad y además pagar 20.000 Pts de fianza, casi el treinta por ciento del valor del coche; Cómo se sonrieron cuando preguntó por los colores disponibles y cómo transcurrieron seis interminables meses antes de recibir la maravillosa noticia:» Puede Vd. personarse en nuestras oficinas para retirar el Seat 600 que le ha sido asignado…….»

– Le trae recuerdos. ¿Verdad?, – La pregunta de Carmelo le sacó de su ensimismamiento – Está Vd. contemplándolo absorto – continuó – podría Vd. quedárselo y restaurarlo.

– Sería difícil encontrar piezas nuevas ¿No?

– No lo crea, me consta que aún existen muchas aunque hay que localizarlas. Un amigo se llevó uno y lo está dejando prácticamente nuevo. Le pondría en contacto con él y seguro que le facilitaría muchas direcciones. No lo piense más. Le garantizo que sólo va a tener Vd. satisfacciones. Si yo tuviera tiempo restauraría todos. A mí me haría ilusión ver cómo iba poco a poco mejorando el aspecto de lo que en principio parece una ruina. Yo que Vd……

Carmelo seguía hablando y hablando empleando todas sus dotes de vendedor. Podía ganar el triple si en vez de entregarlo para chatarra conseguía vendérselo. Pero Juan no le escuchaba, pensaba en el tiempo que tenía libre, en el espacio disponible en su garaje, en el entretenimiento verdaderamente apasionante que podía ser la reconstrucción del vehículo. Entendía lo suficiente de mecánica y electricidad como para acometer la empresa con confianza. De chapa y pintura tenía nociones. De tapicería no sabía nada. Se acordó de su amigo Diego el tapicero. No tendría por tanto ningún problema. La imagen del Seiscientos le hacía rememorar una parte importante de su vida que aunque ya lejana, la recordaba esforzada, divertida y radiante. No lo pensó más.

– Trato hecho. Me lo quedo.

Juan dirigió de nuevo la vista hacia el seiscientos. Sería un absurdo, pero creyó ver cómo si dos lágrimas asomasen en los faros y tuvo la impresión de que aquella mirada angustiada que había contemplado hacia un momento se había transformado en otra distinta, mezcla de esperanza, alegría y agradecimiento.

Tardarían una semana en entregarle el coche.

Juan había preparado el garaje cuidadosamente. En realidad, pensaba, iba a recibir más que un vehículo, un compendio de recuerdos encerrados en una carrocería inconfundible que en su tiempo fue todo un símbolo. Era un coche agradecido, de mecánica fácil y duro como una piedra. Se sintió satisfecho.

El coche que acababa de adquirir a un precio irrisorio, tenía para él un valor sentimental incalculable. Su primer vehículo fue un Seat 600, en él conoció a su mujer, hizo el viaje de novios y luego muchos más por toda la geografía española. Fué socio del Club 600 de Málaga y asistió a numerosas concentraciones, desde Villagarcía de Arosa hasta Melilla. Lo cuidaba como si hubiera sido el hijo que nunca tuvieron. Tan pronto regresaba a casa revisaba concienzudamente todas las partes vitales del automóvil y cambiaba cualquier pieza ante el más ligero síntoma de desgaste. El seiscientos fue el compañero inseparable de la pareja en los primeros años de matrimonio, los mejores tal vez de su vida.

Todo se truncó un 5 de Junio. Era su aniversario de boda. Siete años de felicidad. El matrimonio había decidido pasar el día en la Cala del Moral, un pueblecito cercano a Málaga, tranquilo y encantador. Durante la semana la playa, por la escasez de visitantes, era un paraíso privado y para colmo de venturas en el «chiringuito» de Manuel ofrecían un menú de ensaladas y pescados que después del baño parecían preparados por el mejor cocinero del mundo.

Pensaban ir al cine a las ocho de la tarde. Cuando llegaron al aparcamiento, (un terrizo protegido del sol por altas palmeras), el coche no estaba. Preguntaron a uno de los escasos bañistas que estaba colocando en el maletero de su vehículo la sombrilla, nevera y el interminable menaje que algunas personas consideran imprescindible para pasar un día de playa, no sabía nada. Recordaba que cuando llegó aparcó a su lado, pero nada más. En el suelo estaban perfectamente marcadas las huellas de los neumáticos y la maniobra que habían realizado. No cabía duda. ¡ Lo habían robado!.

Iniciaron sin pérdida de tiempo todo tipo de gestiones. Policía, Guardia Civil, recorrido por todo el pueblo y posteriormente por la ciudad, preguntas en las gasolineras, en estancos, en los bares de carretera, .. Nada. En el periódico local se publicó un anuncio durante una semana y en la radio seis cuñas diarias ofreciendo gratificación a cambio de información. Nada. Sus compañeros del Club se desojaron intentando localizarlo. Nada. Nunca se volvió a tener ni la más mínima noticia de aquél Seiscientos blanco impecable que durante ocho años fue el tercer amor de Juan.

Desde aquél día aciago habían transcurrido casi veinte años. Durante estos cuatro lustros la fortuna se mostró generosa con el matrimonio. Destinado a Madrid, ascendió vertiginosamente en la Empresa. A los cinco años era ya Director Comercial, seis después Director General y pidió el cese en su Empresa cuando llevaba cinco años como Presidente del Consejo de Administración.

Aunque los vehículos que progresivamente le fueron asignando para su servicio iban aumentando de categoría en consonancia con su cargo, cada vez que estrenaba uno le venía a la mente la imagen de su pequeño Seat con el que tanto había disfrutado.

Con la jubilación anticipada en óptimas condiciones económicas, Juan y María decidieron fijar su residencia en Málaga. Vivían ahora desahogadamente en una recoleta urbanización a cinco kilómetros del centro de la ciudad. El chalet que se habían construido con vistas al mar cubría en demasía las necesidades de la pareja y Juan disfrutaba con su amplio garaje y con su pequeño taller, que no por ser pequeño dejaba de ser completo.

De las tres plazas con las que contaba, dejó libre la más espaciosa y reorganizó todas las herramientas. El cliente de Carmelo le facilitó las primeras direcciones de tiendas de repuestos y a ellas sumó tras numerosas gestiones, unas por teléfono y otras con visita personal, un interesante abanico de posibilidades.

La búsqueda había dado el fruto apetecido. En Barcelona la firma Albert le podía suministrar casi todo lo relativo a chapa, bajos, aletas, capós e incluso puertas con cerradura y sus llaves originales. En Madrid el Museo del Repuesto tenía disponibles para entrega inmediata manguitos y gomas de todos los tipos.

En Algeciras Repuestos, Jaime le ofrecía reguladores, faros, intermitencias y una amplia gama de material eléctrico. En Archidona la misma casa Seat conservaban repuestos de su antigua sucursal de Antequera. En Málaga, Navarro, Echevarría, Diego, Alameda y varios más podían suministrarle diversas piezas y hasta estableció contacto con un avispado mozalbete mezcla de aprendiz de mecánico y meritorio de agente comercial que le aseguró ser capaz de conseguirle lo que quisiera en menos de cuarenta y ocho horas.

Carmelo, el polivalente propietario del desguace, era un hombre de palabra. A los siete días justos llamaba al timbre del chalet de Juan. Allí estaba con su camioneta plataforma, transportando, se podría decir que con orgullo, uno de los mejores coches que fabricó Seat.

Una vez situada la trasera de la camioneta en la puerta del garaje, Carmelo hizo bascular la plataforma quince grados, actuó el interruptor del cabrestante eléctrico y dejó deslizar lentamente el coche hasta situarlo magistralmente en su plaza.

– Pasa y tómate un café Carmelo, quiero que me informes sobre todo lo que sepas de los papeles del coche.

– Gracias Don Juan, si no le importa preferiría una cerveza.

El coche no tenía documentación. Carmelo le explicó que en los desguaces llegaban vehículos dados de baja o simplemente con un volante de la Jefatura de Tráfico autorizando a que se convirtieran en chatarra, pero que también los había de «procedencia desconocida». No creía que el coche pudiese volver a circular legalmente, no tenía ningún documento, pero esto ya se lo había advertido al efectuar la compra. Tal vez argumentando en Tráfico que el coche tenía más de veinticinco años podrían considerarlo como clásico y conseguir algo. No le garantizaba nada.

En Juan había nacido una nueva ilusión. Remozar el Seiscientos totalmente aunque solo pudiese circular por la urbanización sin salir a la carretera, aunque solo fuera para contemplarlo. Cambiaría todas las piezas necesarias, le pondría unas cubiertas nuevas, lo tapizaría como el original y la pintura verde oliva la sustituiría por el blanco miel que tenía el primitivo. Intentaba retroceder en el tiempo aquellos veinticinco años y ya movería todos los hilos a su alcance para intentar documentarlo adecuadamente. Si lo conseguía, tal vez podría volver a repetir aquellos entrañables viajes y quién sabe si contactar en las distintas provincias con sus antiguos colegas.

– Te voy a dejar que ni tú mismo te vas a conocer – Juan sonrió después de haberse dirigido al coche como si fuera una persona. Al fín y al cabo – pensó – María su mujer sostenía que hablándole a las plantas crecían más contentas. ¿ Por qué él, de la misma manera, no podía también hablar con sus coches?

– Bienvenido a tu casa. – Dijo elevando el tono de voz.

– ¿Quién ha venido?. – preguntó María asomándose a la ventana contigua.

– Nadie, hablaba con el coche.

– ¿Con el coche?.

– Sí.

María se encogió de hombros y volvió a sus quehaceres domésticos. Su marido hablaba con el coche. ¡Qué tonterías se hacían con la edad!


Por Román Martínez de Velasco y Farinós